Cómo empezó todo

    Lo cierto es que no lo sé, al menos no con certeza. Dentro de nuestro intestino pueden darse tal variedad de situaciones que, como imaginarás, no hay dos iguales. En mi caso, creo que todo empezó tras una gastroenteritis muy fuerte que pasé a los veintiún años, hace ahora quince. Pensarás que es demasiado tiempo. Lo es, pero no he dicho que los síntomas llegasen a mi vida de golpe, sino tan solo que fue hace quince años cuando el lobo comenzó a asomar la patita. Y yo le ayudé a arrasar con mi flora intestinal.

    Poco tiempo después de esa gastroenteritis a la que hago mención, comencé a notar que mi digestión ya no era como antes. Debo decir que nunca fue demasiado buena, pues arrastro “molestias” desde la infancia, momento clave para formar los cimientos de una buena microbiota intestinal del que hablaré más adelante. Yo iba tirando, y para la cantidad de comida basura que ingería, demasiado bien funcionaba todo. Tras esa gastroenteritis algo empezó a ser diferente. El primer síntoma fue la diarrea. En ocasiones, mientras comía, tenía que levantarme de la mesa y salir corriendo hacia el baño. No ocurría todos los días, pero sí cada vez con más frecuencia. Empecé a notar la parte baja del abdomen inflamada, y pensé que era momento de ir al médico. Tras un par de preguntas y un breve análisis visual, me indicó que era colon irritable, que mejoraría si intentaba relajarme. Seguí las indicaciones pero todo siguió igual. 

    Al cabo de un tiempo decidí eliminar los lácteos, pues había oído que en ocasiones causan problemas. Yo tomaba muchísimos lácteos, y en algunas formas no demasiado saludables. Pasadas unas semanas vi que mis síntomas remitían y volví a la consulta del médico para comunicarle mi hallazgo. En esta ocasión, y gracias a mi argumento, decidió derivarme al digestivo. Pasados los correspondientes meses de espera, me recomendaron la realización de un test de aire espirado que me indicaría si tenía intolerancia a la lactosa, la cual, finalmente, se confirmó. La recomendación médica fue retirar los productos que tuviesen lactosa de la dieta, y fin del problema. ¡ERROR, esto no es del todo así! Más adelante explicaré por qué.

    En ese momento de mi vida, esa solución fue estupenda. Dejé de tener síntomas y llené mi nevera de productos procesados sin lactosa. Mis hábitos alimenticios continuaron siendo nefastos, pero como me encontraba bien, yo estaba feliz. ¡Pobre ingenua! Al cabo de unos tres años, los síntomas digestivos volvieron, ¡y mucho tardaron! Algo raro ocurría, todos los lácteos me caían mal, incluso los etiquetados como sin lactosa y ni aunque aumentase la dosis del suplemento de lactasa cedían. Mis tripas se movían enfadadas constantemente y cuando tomaba lácteos deslactosados… llegaba la diarrea. ¿Raro? Para nada. Doy una pista: permeabilidad. Con el tiempo vas atando cabos, tú también lo harás si continúas aprendiendo. Pero yo, en ese momento, vivía en la más absoluta inopia digestiva. 

    Me recomendaron un test, que se lleva a cabo en farmacias, que detecta intolerancias alimentarias. Se hace frente a más de 100 alimentos, y a mí me salieron al menos 10 y de los más frecuentes. ¡Vaya desastre! Quitar tantas cosas de la dieta es complicado, especialmente cuando basas la tuya en procesados con largas listas de ingredientes que consultar. En ese momento debí haber recurrido a un nutricionista para llevar a cabo una reeducación alimentaria, pero preferí pasar horas leyendo listas de componentes. Resultado: pérdida de varios kilos y una leve mejoría, que bien se podría atribuir a que dos de los elementos que me habían salido positivos eran el chocolate y el azúcar blanco y, por lo tanto, los retiré. Pero al cabo de un tiempo empecé a hartarme de restricciones, más aún cuando empecé a escuchar comentarios que hablaban acerca de la escasa fiabilidad de dichos test. Volví a comer de todo, a excepción de los lácteos, y la cosa se mantuvo bastante bien durante varios años más. Alguna diarrea. Algún dolor de tripa tras las comidas copiosas, los postres y el alcohol, pero nada que no pudiese soportar. Así que seguí en mi vorágine de estrés, malos hábitos y sedentarismo. Todo siguió cociéndose a fuego lento, mientras yo vivía como si nada de lo hiciese fuese a tener consecuencias sobre mi salud, ¿por qué iba a tenerlas? Si yo estaba sana…

    En 2016 me quedé embarazada (mi tercer bebé). Durante el embarazo las molestias intestinales a las que estaba habituada disminuyeron. ¡Qué bien! Vía libre para antojos. Si pudiese volver al pasado, volvería, para darme con toda la bibliografía existente sobre la microbiota intestinal, impresa en papel, en la cabeza. Ya en el tercer trimestre, sufrí síndrome de piernas inquietas y varias hipoglucemias. El cuerpo avisa, pero lo bueno que tienen los embarazos es que se les puede achacar cualquier cosa que nos ocurra sin que sintamos la necesidad de mirar más allá. En septiembre de 2016 nació mi hija, y entramos en un período en el que ni comí bien, ni dormí (ni bien ni mal, pues prácticamente no dormía), ni hacía otra cosa que no fuese arrastrarme de un lado a otro para que los hermanos mayores (que seguían siendo pequeños) continuasen con sus rutinas con normalidad. Entonces, llegó a mi vida un invitado inoportuno a alojarse en mi cuerpo para siempre: el herpes labial. Si te acaba interesando el tema y lees sobre ello, verás cómo este incómodo virus puede fastidiar muchísimo dentro de escenarios de disbiosis intestinal.

    Como decía, una visita me pegó un herpes maravilloso. Comúnmente se le llama “calentura”, o “fuego”, pero es un virus como un piano y sus apodos solo vienen derivados de los síntomas que provoca. Si tienes la desgracia de convivir con él, ya sabes de lo que te hablo. La primera infección, en un cuerpo agotado, con falta de descanso, por supuesto también con falta de ejercicio y con una nutrición más que deficiente, fue brutal. Fiebre, mal cuerpo, escalofríos, dolores musculares… y una erupción que me dejó el labio como un volcán tras escupir lava que tardó más de un mes en sanar. Semanas después empecé a sentir sensación de plenitud tras las comidas, estaba cansada y molesta. Acudí un par de veces al médico, pero la conclusión siempre era que sería estrés, o cualquier cosa… “prueba a dejar el gluten, hay gente que mejora”. Por probar, probé, y llené también mi despensa de productos sin gluten. Si hubiese sido celíaca hubiese acabado mal. 

    Mi vida siguió y el estrés continuó creciendo. Cambios laborales y más falta de sueño. De repente, entra una gastroenteritis en casa, ¡lo que faltaba!, todos dando viajes al baño en plena noche, el bebé que llora, mañana hay que trabajar… La gastroenteritis pasa y se reactiva por primera vez ese hormigueo en el labio, tan molesto. Sí, el herpes de nuevo. Días después, cuando se estaba secando, aparecieron de forma abrupta una serie de síntomas neurológicos nada agradables. Pero la polineuropatía que arrancó como colofón de esta tormenta perfecta, que tanto tiempo llevaba dibujándose, no es el tema sobre el que versa este sitio. No obstante, si te interesa, también irás descubriendo, poco a poco, la estrecha relación entre la microbiota y las alteraciones de nuestro sistema inmunológico. 

    Me recuperé de aquel brote. Tardé muchos meses. Conseguí volver a coger peso (ya era delgada, y aquello me hizo perder muchos kilos), volver a trabajar y a recuperar mi vida, no sin notar que mi cuerpo ya no era del todo el mismo. Pero yo volví a comer de la misma forma en la que lo venía haciendo. Rápido y mal (como es habitual entre gran parte de la sociedad, porque muchos de los hábitos que hemos normalizado son nefastos para nuestro intestino). Y, al final, al cabo de un año y pocos meses, los síntomas intestinales se volvieron tan molestos que ya no podía ignorarlos. Pesadez, mal sabor de boca, náuseas, hinchazón, dolor, muchísimo alboroto en la tripa tras las comidas, diarreas y…. ¡qué raro!, falta de concentración. Algo no iba bien. Empezó el periplo de consultas médicas en la especialidad de aparato digestivo.

    Tras varias pruebas, resultó que todo estaba bien. No tenía nada. “Se te estará colando lactosa en la dieta”. Visité a dos médicos privados, tres consultas en total, y una prueba genética para detectar predisposición a desarrollar la enfermedad celíaca entre medias. Obtuve conclusiones poco fundamentadas basadas en simples análisis visuales, “dispepsia funcional”, “intolerancia a la proteína de la vaca”. Mi desolación crecía conforme todo aquello pasaba. Fue ahí cuando decidí dejar de ser una ignorante. Empecé a leer, todo aquello no me cuadraba. Entré en un grupo de Facebook dedicado a la intolerancia de la proteína de la vaca, e intercambié información con algunos usuarios. Una chica muy amable me recomendó el grupo de Intolerancias Alimentarias (Fructosa, Sorbitol, Lactosa, DAO, Gluten, SIBO, Parásitos). Pero ¿qué era todo aquello? ¿SIBO? Menuda palabra tan rara….

    Para resumir lo que, como ves, es difícil de sintetizar, durante los meses siguientes leí, leí, leí, y volví a leer, tanto dentro como fuera del grupo. Tenía que comprender conceptos, relacionar ideas, identificar patrones que me permitiesen averiguar por dónde comenzar a tirar del hilo, buscar profesionales formados e… invertir. Porque, desgraciadamente, todo esto es bastante nuevo y necesita un abordaje multidisciplinar imposible de conseguir en nuestro actual sistema de Seguridad Social. Es estupendo para otras cosas, pero no para esto, no para el SIBO, la disbiosis y la permeabilidad intestinal. Ni para todo lo que ello acaba generando en el organismo.  

    Todos los casos no son iguales, unos tienen una fácil y feliz solución, tampoco hay que ser alarmistas. Otros, como el mío, son más complicados. ¿Sabes por qué? Porque la microbiota es un entramado tan extenso de interconexiones, que una vez alcanzado cierto nivel de desorden, son necesarios muchos, pero que muchos recursos, para volver a poner en su sitio a tal cantidad de microorganismos. Es más complicado que simplemente poner orden en una reunión de vecinos. Y el primer paso para hacerlo, además de buscar ayuda, es tener información. Solo comprendiendo cómo funciona todo esto y estando dispuesto a llevar a cabo los cambios que sean necesarios en tu vida, podrás avanzar hacia una verdadera mejoría. Es más, si no quieres acabar como yo, teniendo que pasar por un largo y complicado proceso (del cual aún no sé si saldré victoriosa), deberías plantearte revisar si estás en el camino adecuado. Es más inteligente trabajar para conservar la salud cuando se tiene, que tener que luchar para recuperarla una vez perdida. Te animo a que aprendas y prevengas. Y, si ya no puedes prevenir, recuerda que nunca es tarde para cambiar. No estás sol@.







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